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miércoles, 11 de febrero de 2009

el rey arturo...puedes cambiar


Esta historia nos lleva a la época del Rey Arturo y los caballeros de la mesa redonda, tiempo
de hechicería y castillos de puentes levadizos, tiempo de intrigas y batallas heroicas, tiempo
de dragones mágicos que arrojan fuego por la boca y de paladines de honor y valor ilimitados.
El rey Arturo había enfermado. En tan sólo dos semanas su debilidad lo había postrado en
su cama y ya casi no comía. To dos los mé dicos de la corte fueron llamados para curar al mo -
narca pero nadie había podido diagnosticar su mal. Pese a todos los cuidados, el buen rey
empeoraba.
Una mañana, mientras los sirvientes aireaban la habitación donde el rey yacía dormido,
uno de ellos le dijo a otro con tristeza:
—Morirá...
En el cuarto estaba Sir Galahad, el más heroico y apuesto de los caballeros de la me sa redonda
y el compañero de las grandes lides de Arturo.
Galahad escuchó el comentario del sirviente y se puso de pie como un rayo, tomó al sirviente
de las ropas y le gritó:
—Jamás vuelvas a repetir esa palabra, ¿entiendes? El rey vivirá, el rey se recuperará... Solo
necesitamos encontrar al mé dico que conozca su mal, ¿oíste?
El sirviente, temblando, se animó a contestar:
—Lo que pasa, Sir, es que Arturo no está enfermo, está embrujado.
Eran épocas donde la ma gia era tan lógica y natural como la ley de gravedad.
—¡Por qué dices eso, maldición! —preguntó Galahad.
—Tengo muchos años, mi señor, y he visto decenas de hombres y mujeres en esta situación,
solamente uno de ellos ha sobrevivido.
—Eso quiere decir que existe una posibilidad... Dime cómo lo hizo ése, el que escapó de la
muerte.
—Se trata de conseguir un brujo más poderoso que el que realizó el conjuro; si eso no se
hace, el hechizado muere.
—Debe haber en el reino un hechicero poderoso —dijo Galahad—, pero si no está en el
reino lo iré a buscar del otro lado del mar y lo traeré.
—Que yo sepa hay solamente dos personas tan poderosas como para curar a Arturo, Sir
Galahad; uno es Merlín, que aun en el caso de que se enterara tardaría dos semanas en venir
y no creo que nuestro rey pueda soportar tanto.
—¿Y la otra?
El viejo sirviente bajó la cabeza moviéndola de un lado a otro negativamente.
—La otra es la bruja de la montaña... Pero aun cuando alguien fuera suficientemente valiente
para ir a buscarla, lo cual dudo, ella jamás vendría a curar al rey que la expulsó del
palacio hace tantos años.
La fama de la bruja era realmente siniestra. Se sabía que era capaz de transformar en su
esclavo al más bravo guerrero con sólo mirarlo a los ojos; se decía que con sólo tocarla se le
helaba a uno la sangre en las venas; se contaba que hervía a la gente en aceite para comerse
su corazón.
Pero Arturo era el mejor amigo que Galahad te nía en su vida, había batallado a su lado
cientos de veces, había escuchado sus penas más banales y las más profundas. No había
riesgo que él no corriera por salvar a su soberano, a su amigo y a la mejor persona que había
conocido.
Galahad calzó su armadura y montando su caballo se dirigió a la montaña Negra donde
estaba la cueva de la bruja.
Apenas cruzó el río, notó que el cielo empezaba a oscurecerse. Nubes opacas y densas perecían
ancladas al pie de la montaña. Al llegar a la cueva, la noche parecía haber caído en
pleno día.
Galahad desmontó y caminó hacia el agujero en la piedra. Verdaderamente, el frío sobrenatural
que salía de la gruta y el olor fétido que emanaba del interior lo obligaron a replantear
su empresa, pero el caballero resistió y siguió avanzando por el piso encharcado y el lúgubre
túnel. De vez en cuando, el aleteo de un murciélago lo llevaba a cubrirse instintivamente
la cara.
A quince minutos de marcha, el túnel se abría en una enorme caverna impregnada de un
olor acre y de una luz amarillenta generada por cientos de velas encendidas. En el centro,
revolviendo una olla humeante, estaba la bruja.
Era una típica bruja de cuento, tal y como se la había descripto su abuela en aquellas historias
de terror que le contaba en su infancia para dormir y que lo desvelaban fantaseando
la lucha contra el mal que emprendería cuando tuviera edad para ser caballero de la corte.
Allí estaba, encorvada, vestida de negro, con las manos alargadas y huesudas terminadas
en larguísimas uñas que parecían garras, los ojos pequeños, la nariz ganchuda, el mentón
prominente y la actitud que encarnaba el espanto.
Apenas Galahad entró, sin siquiera mirarlo la bruja le gritó:
—¡Vete antes de que te convierta en un sapo o en algo peor!
—Es que he venido a buscarte —dijo Galahad—, necesito ayuda para mi amigo que está
muy enfermo.
—Je... je... je... —rió la bruja—. El rey está embrujado y a pesar de que no he sido yo
quien ha hecho el conjuro, nada hay que puedas hacer para evitar su muerte.
—Pero tú... tú eres más poderosa que quien hizo el conjuro. Tú podrías salvarlo —argumentó
Galahad.
—¿Por qué haría yo tal cosa? —preguntó la bruja recordando con resentimiento el desprecio
del rey.
—Por lo que pidas —dijo Galahad—, me ocuparé personalmente de que se te pague el precio
que exijas.
La bruja miró al caballero. Era ciertamente extraño te ner a semejante personaje en su cueva
pidiéndole ayuda. Aun a la luz de las velas Galahad era increíblemente apuesto, lo cual
sumado a su porte lo convertía en una ima gen de la gallardía y la belleza.
La bruja lo miró de reojo y anunció:
—El precio es este: si curo al rey y solamente si lo curo...
—Lo que pidas... —dijo Galahad.
—¡Quiero que te cases conmigo!
Galahad se estremeció. No concebía pasar el resto de sus días conviviendo con la bruja, y
sin embargo, era la vida de Arturo. Cuántas veces su amigo había salvado la suya durante
una batalla. Le debía no una, sino cien vidas... Además, el reino necesitaba de Arturo.
—Sea —dijo el caballero—, si curas a Arturo te desposaré, te doy mi palabra. Pero por favor,
apúrate, te mo llegar al castillo y que sea tarde para salvarlo.
En silencio, la bruja tomó una maleta, puso unos cuantos polvos y brebajes en su interior,
recogió una bolsa de cuero llena de extraños ingredientes y se dirigió al exterior, seguida
por Galahad.
Al llegar afuera, Sir Galahad trajo su caballo y con el cuidado con que se trata a una reina
ayudó a la bruja a montar en la grupa. Montó a su vez y empezó a galopar hacia el castillo
real.
Una vez en el castillo, gritó al guardia para que bajara el puente, y éste con reticencia lo
hizo.
Franqueado por la gente de aquella fortaleza que murmuraba sin poder creer lo que veía o
se apartaba para no cruzar su mirada con la horrible mujer, Galahad llegó a la puerta de
acceso a las habitaciones reales.
Con la mano impidió que la bruja se bajara por sus propios me dios y se apuró a darle el
brazo para ayudarla. Ella se sorprendió y lo miró casi con sarcasmo.
—Si es que vas a ser mi esposa —le dijo— es bueno que seas tratada como tal.
Apoyada en el brazo de él, la bruja entró en la recámara real. El rey había empeorado desde
la partida de Galahad; ya no despertaba ni se alimentaba.
Galahad mandó a todos a abandonar la habitación. El mé dico personal del rey pidió permanecer
y Galahad consintió.
La bruja se acercó al cuerpo de Arturo, lo olió, dijo algunas palabras extrañas y luego
preparó un brebaje de un desagradable color verde que mezcló con un junco. Cuando intentó
darle a beber el líquido al enfermo, el médico le tomó la mano con dureza.
—No —dijo—. Yo soy el médico y no confío en brujerías. Fuera de...
Y seguramente habría continuado diciendo “...de este castillo”, pero no llegó a hacerlo;
Galahad estaba a su lado con la espada cerca del cuello del médico y la mirada furiosa.
—No toques a esta mujer —dijo Galahad—; y el que se va eres tú... ¡Ahora! —gritó.
El médico huyó asustado. La bruja acercó la botella a los labios del rey y dejó caer el contenido
en su boca.
—¿Y ahora? —preguntó Galahad.
—Ahora hay que esperar —dijo la bruja.
Ya en la noche, Galahad se quitó la capa y armó con ella un pequeño lecho a los pies de la
cama del rey. Él se quedaría en la puerta de acceso cuidando de ambos.
A la mañana siguiente, por primera vez en mu chos días, el rey despertó.
—¡Comida! —gritó—. Quiero comer...Tengo mucha hambre.
—Buenos días, majestad —saludó Galahad con una sonrisa, mientras hacía sonar la campanilla
para lla mar a la servidumbre.
—Mi querido amigo —dijo el rey—, siento tanta hambre como si no hubiese comido en semanas.
—No comiste en semanas —le confirmó Galahad.
En eso, a los pies de su cama apareció la ima gen de la bruja mirándolo con una mueca que
seguramente reemplazaba en ese rostro a la sonrisa. Arturo creyó que era una alucinación.
Cerró los ojos y se los refregó hasta comprobar que, en efecto, la bruja estaba allí, en su
propio cuarto.
—Te he dicho cientos de veces que no quería verte cerca del palacio. ¡Fuera de aquí! —ordenó
el rey.
—Perdón, majestad —dijo Galahad—, debes saber que si la echas me estás echando también
a mí. Es tu privilegio echarnos a ambos, pero si se va ella me voy yo.
—¿Te has vuelto loco? —preguntó Arturo—. ¿Adónde irías tú con este monstruo infame?
—Cuidado, alteza, estás hablando de mi futura esposa.
—¿Qué? ¿Tu futura esposa? Yo he querido presentarte a las jóvenes casaderas de las me -
jores familias del reino, a las princesas más codiciadas de la región, a las mujeres más hermosas
del mundo, y las has rechazado a todas. ¿Cómo vas ahora a casarte con ella?
La bruja se arregló burlonamente el pelo y dijo:
—Es el precio que ha pagado para que yo te cure.
—¡No! —gritó el rey—. Me opongo. No permitiré esta locura. Prefiero morir.
—Está hecho, majestad —dijo Galahad.
—Te prohíbo que te cases con ella —ordenó Arturo.
—Majestad —contestó Galahad—, existe sólo una cosa en el mundo más importante para mí
que una orden tuya, y es mi palabra. Yo hice un juramento y me propongo cumplirlo. Si tú te
murieses mañana, habría dos eventos en un mismo día.
El rey comprendió que no podía hacer nada para proteger a su amigo de su juramento.
—Nunca podré pagar tu sacrificio por mí, Galahad, eres más noble aún de lo que siempre
supe. —El rey se acercó a Galahad y lo abrazó—. Dime aunque sea qué puedo hacer por ti.
A la mañana siguiente, a pedido del caballero, en la capilla del palacio el sacerdote casó a
la pareja con la única presencia de su majestad el rey. Al final de la ceremonia, Arturo entregó
a Sir Galahad su bendición y un pergamino en el que cedía a la pareja los terrenos del
otro lado del río y la cabaña en lo alto del monte.
Cuando salieron de la capilla, la plaza central estaba inusualmente desierta; nadie quería
festejar ni asistir a esa boda; los corrillos del pueblo hablaban de brujerías, de hechizos
trasladados, de locura y de posesión...
Galahad condujo el carruaje por los ahora desiertos caminos en dirección al río y de allí
por el camino alto hacia el monte.
Al llegar, bajó presuroso y tomando a su esposa amorosamente por la cintura la ayudó a
bajar del carro. Le dijo que guardaría los caballos y la invitó a pasar a su nueva casa. Galahad
se demoró un poco más porque prefirió contemplar la puesta del sol hasta que la línea
roja terminó de desaparecer en el horizonte. Recién entonces Sir Galahad to mó aire y entró.
El fuego del hogar estaba encendido y, frente a él, una figura desconocida estaba de pie,
de espaldas a la puerta. Era la silueta de una mu jer vestida en gasas blancas semitransparentes
que dejaban adivinar las curvas de un cuerpo cuidado y atractivo.
Galahad miró a su alrededor buscando a la mujer que había entrado unos minutos antes,
pero no la vio.
—¿Dónde está mi esposa? —preguntó.
La mujer giró y Galahad sintió su corazón casi salírsele del pecho. Era la más hermosa mujer
que había visto jamás. Alta, de tez blanca, ojos claros, largos cabellos rubios y un rostro
sensual y tierno a la vez. El caballero pensó que se habría enamorado de aquella mu jer en
otras circunstancias.
—¿Dónde está mi esposa? —repitió, ahora un poco más enérgico.
La mujer se acercó un poco y en un susurro le dijo:
—Tu esposa, querido Galahad, soy yo.
—No me engañas, yo sé con quién me casé —dijo Galahad— y no se parece a ti en lo más
mínimo.
—Has sido tan ama ble conmigo, querido Galahad, has sido cuidadoso y gentil conmigo aun
cuando sentías que aborrecías mi aspecto, me has defendido y respetado tanto como nadie lo
hizo nunca, que te creo merecedor de esta sorpresa... La mitad del tiempo que estemos juntos tendré este aspecto que ves, y la otra mitad del tiempo, el aspecto con el que me conociste...
—la mujer hizo una pausa y cruzó su mirada con la de Sir Galahad—. Y como eres mi esposo,
mi amado y maravilloso esposo, es tu privilegio tomar esta decisión: ¿Qué prefieres, esposo
mío? ¿Quieres que sea ésta de día y la otra de noche o la otra de día y ésta de noche?
Dentro del caballero el tiempo se detuvo. Este regalo del cielo era más de lo que nunca había
soñado. Él se había resignado a su destino por amor a su amigo Arturo y allí estaba ahora
pudiendo elegir su futura vida. ¿Debía pedirle a su esposa que fuera la hermosa de día
para pasearse ufanamente por el pueblo siendo la envidia de todos y padecer en silencio y
soledad la angustia de sus noches con la bruja? ¿O más bien debía to lerar las burlas y desprecios
de todos los que lo vieran del brazo con la bruja y consolarse sabiendo que cuando
anocheciera tendría para él solo el placer celestial de la companía de esta hermosa mujer de
la cual ya se había enamorado?
Sir Galahad, el noble Sir Galahad, pensó y pensó y pensó, hasta que levantó la cabeza y habló:
—Ya que eres mi esposa, mi amada y elegida esposa, te pido que seas... la que tú quieras
ser en cada momento de cada día de nuestra vida juntos...



Cuenta la leyenda que cuando ella escuchó esto y se dio cuenta de que podía elegir por sí misma ser quien ella quisiera, decidió ser todo el tiempo la más hermosa de las mujeres.




Cuentan que desde entonces,cada vez que nos encontramos con alguien que, con el corazón entre las manos, nos autoriza a ser quie nes somos, invariablemente nos transformamos.

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